Celeste escuchó silbar la pava e hizo un intento inútil por levantarse de la silla de hierro oxidada por los años. Logró pararse en eternos segundos apoyándose en la mesa de concreto pintada de telarañas y colores desteñidos; sin mirar a Atilio, que inventaba una siesta, caminó sobre los pasos que el tiempo había dibujado sobre las baldosas del triste patio.
Atilio la miró desde su sueño mentiroso y la dejó escapar por ese tiempo que era sólo de ellos.
La espalda de Celeste miró a Atilio tocar el bandoneón y su cuerpo sintió la melodía que jamás fue suya, pero tampoco para nadie más que ella.
Ella llegó a la puerta cuando la pava se cansó de cantar, él sonreía resignado por unos mates lavados, ella detrás de la puerta tarareaba la melodía que él no le tocaba pensando que no quería oírla.
Atilio finalizó el concierto cuando Celeste comenzó la ronda de mates que compartían en su soledad, en el desprecio de su amor.
Atilio, entre mate y mate, fingió dormir, simplemente por costumbre, porque así eran sus días: migajas de los años, partituras incompletas, efímeros deseos, ásperas caricias, paisajes repetidos.
Celeste tenía el mate entre las manos, era su turno, le tocaba pensar: " la radio dijo que va a llover y yo no destendí la ropa; Atilio me podría ayudar a veces, ya hace años que cerró el negocio y lo único que hace es tocar su bandoneón, yo entiendo que eso no es trabajo, pero bueno, al fin de cuentas yo bailaba bien también; la tía Amalia siempre me dijo que tenía piernas de bailarina, mamá mucho no la quería a la tía, decía que era una reventada, para mí que lo decía de resentida nomás, porque papá la miraba a la tía cuando cruzaba las piernas y yo los escuchaba discutir a la noche. Me acuerdo que Marita lloraba y yo la tenía que consolar, ella era muy chica, no entendía muy bien que pasaba; y eso que mamá no sabía que a la tarde, cuando se iba al mercado, la tía nos enseñaba pasos de tango y nos pintaba un poquito, para divertirnos nomás, pobre mamá si me escuchara, era tan buena..."
Un ronquido dispersó a Celeste, Atilio se había quedado dormido sobre su reposera como todas las tardes. Ella lo miró queriendo saber qué soñaba: Atilio se encuentra frente a dos puertas; una tiene grabada la palabra música, la otra dice negocio familiar. Él no conoce el mecanismo del sueño, pero sabe que tiene que abrir una de las dos. Sin dudar elige la música. Entra. Sobre el escenario lo espera un bandoneón. Apoya el vaso sobre la barra, recorre el bar con la mirada, y aunque esta solo, camina hacia la tarima para comenzar su concierto. Hipnotizado por la soledad de su melodía, no ha descubierto que más allá del escenario aguardan tres nuevas puertas. A cada una corresponde una mujer. Sentadas, observándolo impacientes, esperan su elección. Él las conoce, y aunque no podría explicar porque se ha parado y ha caminado hacia ellas, toma de la mano a Celeste y deja a Dora y a Elsa atrás.
En un segundo Atilio cruza la puerta con Celeste de su mano, y el secreto mecanismo del sueño carga sobre su espalda tres años de vida juntos, y los instala en un nuevo escenario.
En una estación desierta se sientan al borde de las vías a esperar su tren. Atilio siente que sus zapatos se empastan en la arenilla que bordea los rieles, sus pies se deshacen y un caudal de transpiración trepa por sus piernas. El calor era insoportable quería soltarle la mano a Celeste, estaban sudados, pero ella parecía no sentirlo y lo apretaba aún mas. Quiere sacarse el pantalón, arrancarse la piel y correr desnudo para que lo golpee el viento; pero no puede, ella esta ahí, ella siempre esta ahí tomándole la mano.
Celeste escucha el tren y levanta a Atilio que esta inmerso en el goteo de su cuerpo. El no ve llegar el tren, solo escucha la melodía que se aproxima desde el fondo de un vagón. Quiere soltarle la mano a Celeste, no puede, es ella quien se la suelta.
Atilio comienza a reconocerse dentro del vagón, su bandoneón acompaña dos crudas guitarras, una voz poco entonada se desgarra en el dolor de un tango y no más de veinte personas aplauden. Atilio mira a Atilio irse en ese tren al que nunca se animó a subir, y vuelve a tomarle la mano, no pudo dejarla.
Celeste zamarrea a Atilio y le ofrece un mate, él vuelve de un sueño que parece lejano pero que aún tiene presente.
-Esta frío -dijo acomodándose en la silla.
-Lo caliento –dijo Celeste y tomo la pava.
-Va a llover.
-Y si –dijo Celeste- siempre que lavo llueve.
-Yo junto la ropa.
-Dejame a mi; tocá el bandoneón.
Guido Kalle Angelillo y Nicolás Barbaglia.
Atilio la miró desde su sueño mentiroso y la dejó escapar por ese tiempo que era sólo de ellos.
La espalda de Celeste miró a Atilio tocar el bandoneón y su cuerpo sintió la melodía que jamás fue suya, pero tampoco para nadie más que ella.
Ella llegó a la puerta cuando la pava se cansó de cantar, él sonreía resignado por unos mates lavados, ella detrás de la puerta tarareaba la melodía que él no le tocaba pensando que no quería oírla.
Atilio finalizó el concierto cuando Celeste comenzó la ronda de mates que compartían en su soledad, en el desprecio de su amor.
Atilio, entre mate y mate, fingió dormir, simplemente por costumbre, porque así eran sus días: migajas de los años, partituras incompletas, efímeros deseos, ásperas caricias, paisajes repetidos.
Celeste tenía el mate entre las manos, era su turno, le tocaba pensar: " la radio dijo que va a llover y yo no destendí la ropa; Atilio me podría ayudar a veces, ya hace años que cerró el negocio y lo único que hace es tocar su bandoneón, yo entiendo que eso no es trabajo, pero bueno, al fin de cuentas yo bailaba bien también; la tía Amalia siempre me dijo que tenía piernas de bailarina, mamá mucho no la quería a la tía, decía que era una reventada, para mí que lo decía de resentida nomás, porque papá la miraba a la tía cuando cruzaba las piernas y yo los escuchaba discutir a la noche. Me acuerdo que Marita lloraba y yo la tenía que consolar, ella era muy chica, no entendía muy bien que pasaba; y eso que mamá no sabía que a la tarde, cuando se iba al mercado, la tía nos enseñaba pasos de tango y nos pintaba un poquito, para divertirnos nomás, pobre mamá si me escuchara, era tan buena..."
Un ronquido dispersó a Celeste, Atilio se había quedado dormido sobre su reposera como todas las tardes. Ella lo miró queriendo saber qué soñaba: Atilio se encuentra frente a dos puertas; una tiene grabada la palabra música, la otra dice negocio familiar. Él no conoce el mecanismo del sueño, pero sabe que tiene que abrir una de las dos. Sin dudar elige la música. Entra. Sobre el escenario lo espera un bandoneón. Apoya el vaso sobre la barra, recorre el bar con la mirada, y aunque esta solo, camina hacia la tarima para comenzar su concierto. Hipnotizado por la soledad de su melodía, no ha descubierto que más allá del escenario aguardan tres nuevas puertas. A cada una corresponde una mujer. Sentadas, observándolo impacientes, esperan su elección. Él las conoce, y aunque no podría explicar porque se ha parado y ha caminado hacia ellas, toma de la mano a Celeste y deja a Dora y a Elsa atrás.
En un segundo Atilio cruza la puerta con Celeste de su mano, y el secreto mecanismo del sueño carga sobre su espalda tres años de vida juntos, y los instala en un nuevo escenario.
En una estación desierta se sientan al borde de las vías a esperar su tren. Atilio siente que sus zapatos se empastan en la arenilla que bordea los rieles, sus pies se deshacen y un caudal de transpiración trepa por sus piernas. El calor era insoportable quería soltarle la mano a Celeste, estaban sudados, pero ella parecía no sentirlo y lo apretaba aún mas. Quiere sacarse el pantalón, arrancarse la piel y correr desnudo para que lo golpee el viento; pero no puede, ella esta ahí, ella siempre esta ahí tomándole la mano.
Celeste escucha el tren y levanta a Atilio que esta inmerso en el goteo de su cuerpo. El no ve llegar el tren, solo escucha la melodía que se aproxima desde el fondo de un vagón. Quiere soltarle la mano a Celeste, no puede, es ella quien se la suelta.
Atilio comienza a reconocerse dentro del vagón, su bandoneón acompaña dos crudas guitarras, una voz poco entonada se desgarra en el dolor de un tango y no más de veinte personas aplauden. Atilio mira a Atilio irse en ese tren al que nunca se animó a subir, y vuelve a tomarle la mano, no pudo dejarla.
Celeste zamarrea a Atilio y le ofrece un mate, él vuelve de un sueño que parece lejano pero que aún tiene presente.
-Esta frío -dijo acomodándose en la silla.
-Lo caliento –dijo Celeste y tomo la pava.
-Va a llover.
-Y si –dijo Celeste- siempre que lavo llueve.
-Yo junto la ropa.
-Dejame a mi; tocá el bandoneón.
Guido Kalle Angelillo y Nicolás Barbaglia.